viernes, 31 de octubre de 2014

Bajo el Acebo

La puerta se abrió. Y allí estabas tú, de pie, con el ceño fruncido y los brazos cruzados mientras yo me escurría entre tus dedos. Me sentía como el agua que se colaba por las esquinas de tu piel, furtiva y lábil, mientras yo caía víctima de lo inevitable que era querernos. Me acordaba de tu olor a café, y de las pecas como posos en tu piel de porcelana, y del ruido que te rodeaba cuando te revolvías entre las baldosas y aquel falso techo. Como también lo hacía de la tristeza de los domingos antes de conducir y de la alergia a los besos huecos, porque a veces nos olvidábamos de cuidarnos y yo deseaba que nunca le hubieras puesto un segundo nombre a nuestro tiempo. Aunque tal vez tenías razón y era yo el que no quería cambiar, que me gustaba eso de escuchar cómo se te rompía la voz cada vez que yo huía lejos o puede que todavía no supiera qué era amar a alguien tan fuerte como a mi propio ego. O puede, y sólo puede, que tuviera miedo.

- Dijiste que me esperarías.

- Dijiste que dolería menos.

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